sábado, 28 de agosto de 2010

¿Qué es la infancia?

Acerca de la construcción histórica del concepto




Estamos tan acostumbrados a pensar del modo en que lo hacemos, que en muchas ocasiones olvidamos que las demás personas tienen sus propios puntos de vista que, incluso, pueden ser contrarios a los nuestros. De la misma manera, estamos tan acostumbrados a vivir en la sociedad en la que vivimos, en nuestra época, inmersos en nuestras creencias, que se nos hace lógico pensar que siempre se ha percibido la realidad del modo en que lo hacemos, y podemos llegar a pensar que las cosas siempre han sido como hoy son, es inevitable que así sea, y no hay otro modo en que puedan ser. A esto le llamamos “naturalización”, o sea, la tendencia a creer que las cosas siempre han sido del modo en que son ahora, con imposibilidad de ser de otra manera.

Una de las ideas que hemos naturalizado es la de “infancia”. Y es por esto que se nos hace difícil pensar que, en algunas épocas, no tenía sentido pensar en los niños por la sencilla razón de que no se los percibía diferentes a los adultos: apenas una cuestión de tamaño y de paso del tiempo vivido… Sin embargo, así fue. Y muchas personas a nuestro alrededor aún creen que entre los niños y los adultos apenas hay una cuestión de tamaños.

Hagamos un recorrido por la historia para ver cómo fue cambiando la concepción sobre la infancia. Para poder hacerlo vamos a ayudarnos con una serie de pinturas elaboradas en los diferentes momentos históricos a los que vamos a ir haciendo referencia. ¿Por qué haremos el recorrido de esta manera? Porque, dado que antes de la invención de la fotografía la pintura era un modo de registro visual (tal como hoy lo sería la fotografía periodística o documental), podemos explorar el modo en que se filtraban las percepciones sociales sobre la infancia a través del modo en que los pintores la ilustraban.





La definición de infancia, tal como hoy la entendemos, recién surge a partir del siglo XVII, con la formación de los estados administrativos nacionales, la caída del régimen feudal y la nueva organización social derivada de estos hechos. Antes, desde que tenía posibilidades de valerse por sí mismo, el niño era incluido en la comunidad de adultos.

Observemos la primera ilustración:



Es una estampa medieval que representa la genealogía de una familia, y aunque la antigüedad de la obra hace que se vea borrosa, lo que se puede advertir sin dudas es que la única forma de diferenciar a los adultos de los niños es por su altura; parecen adultos en miniatura: visten los mismos atuendos y las proporciones físicas son semejantes.

Esta no diferenciación entre proporciones corporales y vestimenta también es evidente en el cuadro siguiente.


Si bien al detenernos en las facciones y la altura del niño podemos darnos cuenta de que se trata de un niño pequeño, las proporciones del cuerpo no son las que le corresponden por su edad, sino las propias de un adulto. Si el retratista hubiese respetado las proporciones reales la cabeza debió haber sido más grande, y los brazos y piernas más cortos. De la misma manera, la actitud y la pose no son propias de la infancia.

¿Qué pudo haber llevado a un pintor, evidentemente dotado para la pintura y el dibujo, a cometer este “error”? Simplemente que no somos capaces de percibir la realidad tal como es, sino que la interpretamos a partir de nuestras creencias. Es a partir de ellas que somos capaces de percibir cierta información de la realidad, y no otra, y que la procesamos, de modo tal que nuestras creencias –las personales y las sociales- determinan el modo en que interpretamos la realidad. El hecho de que esta forma de interpretación la encontremos en todas las pinturas de la misma época (anteriores al siglo XVII) nos demuestran que no se trata sólo de una percepción personal de un pintor en particular, sino que lo trasciende: se trata de una percepción social. Y esta no advertencia de que el niño es diferente al adulto (esa vieja idea del niño como un adulto en miniatura) es lo que llevó a que compartieran actividades, a que no se advirtiera que el cuerpo infantil es diferente del cuerpo adulto, y a que –consecuentemente- no se diferenciaran las vestimentas.

Un ejemplo de este compartir actividades queda claramente explicitado en la siguiente estampa, en la que se ve a niños compartir una escena que hoy les vedamos: la del momento de la muerte.


Sin embargo, incipientemente desde el siglo XV en un proceso que se extiende hasta el siglo XVII, comienza a cambiar el modo de percibir la infancia. Esta evolución se puede seguir fácilmente a partir de la pintura religiosa, en la que la representación del cuerpo del niño comienza a cambiar: sus proporciones ya no son las del adulto, sino las femeninas. Incluso cuando quien es representado es un niño varón. Ahora se observan las redondeces propias del cuerpo femenino: caderas anchas, mamas incipientes, y hasta cierta flaccidez o atisbo de celulitis en muslos, nalgas y vientre.



Es el momento en el que los niños, al igual que las mujeres, pasan a ser considerados “seres heterónomos”, esto es, no capaces de gobernarse a sí mismos, y por ello sujetos al cuidado y la autoridad del varón adulto autónomo. Los niños y las mujeres debían obediencia al hombre, quien, a cambio de esta obediencia, les debía prodigar cuidado y protección.

La infancia, consecuentemente, pasa a ser considerada débil y ruda, con poco juicio e inclinada al mal. Sin embargo, también se la considera maleable. Es por esto que comienza a pensarse en la necesidad de instituciones dedicadas a la educación, que permitan a esos niños heterónomos volverse adultos autónomos, capaces de gobernarse a sí mismos. Por supuesto, como esta autonomía no era una cualidad que se les reconociera a las mujeres, para ellas la educación –en los casos en que significó algo- significaba otra cosa: la instrucción en las habilidades que las pudieran volver mejores amas de casa, esposas y madres.

En síntesis, la concepción de infancia de esta época es la de una etapa para ser modelada, tutelada, encauzada, disciplinada. Una etapa para desarrollar la razón y así llegar a constituirse o bien en un varón un adulto, o bien en una mujer obediente.



La preocupación por la Educación llevó también a la reflexión sobre su función social. Y si la función social de la Educación era entendida como la de promover al orden y el mantenimiento del statu quo, se comenzó a pensar en dos tipos de instituciones diferenciadas: para la nobleza, la aristrocracia, y quienes se habían enriquecido –sobre todo gracias al comercio- se crearon instituciones que formaran a sus hijos en las habilidades necesarias para desarrollar esas actividades. Para la infancia pobre, en cambio, se crearon otras instituciones, vinculadas a la Iglesia y las sociedades de beneficencia, que aseguraban su formación para el trabajo y la obediencia al orden social existente.

Esta diferenciación también se advierte en la pintura. La figura de los niños nobles muestra ropas en las que por primera vez se ve una diferenciación entre las vestimentas de los niños y los adultos, y las proporciones corporales son más realistas. Sin embargo, en las ropas en las que aparecen en público y en “cuadros oficiales”, lo que se busca es provocar admiración y no comodidad. Por ello se trata de vestimentas con las sólo es posible permanecer inmóviles, justamente lo necesario para ser admirado.

En los niños pobres, por el contrario, no hay diferenciación de vestimentas. Visten lo mismo que los adultos: ropas cómodas para el trabajo.

Es a partir de este proceso que queda instituida la especificidad infantil, como una etapa diferente a la del adulto.

Ser alumno adolescente en el conurbano bonaerense


La palabra adolescencia deriva de la voz latina adolescere, que significa “crecer” o “desarrollarse hacia la madurez”.
Sociológicamente, es considerada como el período de transición que media entre la niñez dependiente y la edad adulta y autónoma.
Psicológicamente, se podría hablar de una “situación marginal” en la cual han de realizarse nuevas adaptaciones, aquellas que, dentro de una sociedad dada, distinguen a la conducta infantil del comportamiento adulto.
Ahora bien, si en atención a estas consideraciones, el adolescente es un sujeto en tránsito entre una etapa caracterizada por la heteronomía moral y la necesidad de cuidado por parte de otros, y otra caracterizada por la utonomía, en nuestro medio donde hoy ambas etapas han perdido estas características, ¿qué significa, aquí y ahora, ser adolescente?

Mariano Narodowski, en su "Después de clase" sostiene que la infancia –tal y como la conocemos y entendemos- es una construcción histórica propia de la modernidad, cuyas características en el Occidente moderno pueden ser esquemáticamente delineadas a partir de la heteronomía, la dependencia y la obediencia al adulto a cambio de su protección. Como resultado de esta concepción, la institución escolar moderna se constituye en el dispositivo que se construye para encerrar a la niñez y a la adolescencia: un encierro material, corpóreo; pero también un encierro epistémico, que se hace evidente en la apropiación de este concepto por parte de la Pedagogía y la Psicología de la Educación, que asimilan el concepto de infancia al de alumno. Así, quien se coloca en la posición de alumno, cualquiera sea su edad, se sitúa en el lugar de una infancia heterónoma y obediente, aunque desde el punto de vista etáreo no se trate necesariamente de niños.
En consecuencia, en la institución escolar moderna, el ser alumno equivale a ocupar un lugar heterónomo de no-saber, contrapuesto a la figura del docente: un adulto autónomo que sabe, y en virtud de este saber decide qué se enseña, cómo se enseña y para qué se enseña. La escuela de la modernidad niega la existencia de todo saber previo en los alumnos, a menos que coincidan exactamente con los que ella transmite.
Ser alumno, en este contexto de significación, no es otra cosa que ser un cuerpo que en manos de un educador debe ser formado, disciplinado, educado. Y por indefenso, ignorante y carente de razón, debe obediencia a quien lo guiará hacia la autonomía en la que la obediencia ya no sea necesaria.

Ahora bien, ¿hasta dónde es posible sostener, en la actualidad, esta idea de un cuerpo heterónomo, obediente, dependiente de las decisiones de los adultos?

¿Qué sabemos sobre el aprendizaje?


Siempre recuerdo una frase que leí en mis épocas de estudiante. Más o menos decía así: la psicopedagogía nace como resultado del fracaso de la pedagogía. No recuerdo el autor, mucho menos el libro donde la leí. Pero me impresionó de tal manera que una y otra vez vuelve a mí cada vez que me encuentro con un alumno con dificultades para aprender, o cuando escucho los comentarios de mis colegas frente a los obstáculos con que se enfrentan al tratar de enseñar ciertos contenidos.
¿Podemos, con justicia, hablar de un fracaso de la pedagogía? ¿No seremos nosotros, los docentes, quienes estamos fracasando en nuestra acción pedagógica? No creo que seamos responsables de todas y cada una de las dificultades o de los obstáculos que se interponen entre el alumno y el conocimiento. Pero sí creo, sin ninguna duda, que somos un factor crítico en esta relación. Y, por sobre todo, somos el único factor sobre el que podemos actuar directamente. No nos es dado aprender por nuestros alumnos, ni nos es dado modificar las variables contextuales (sociales, culturales, políticas, económicas, familiares, epistemológicas...). Pero sí podemos revisar nuestra práctica como educadores a fin de hacerla cada vez más efectiva y relevante.
El desafío que se nos plantea es cómo mejorar las posibilidades educativas de cada uno de nuestros alumnos. Y la respuesta, tan simple como obvia: la tarea pedagógica debe reflejar lo que hoy se sabe sobre el aprendizaje.



¿Qué sabemos, hoy, sobre el aprendizaje? Podemos resumirlo en una serie de afirmaciones, que luego intentaré detallar para hacerlas más entendibles:

1. El aprendizaje se orienta hacia objetivos.
2. El aprendizaje es estratégico.
3. Aprender es organizar el conocimiento.
4. Es posible la modificación cognitiva.
5. El aprendizaje requiere de ayuda ajustada a las características de la propia estructura cognitiva y del sujeto como aprendiz.
6. El aprendizaje es cooperativo.
7. Las expectativas -propias y de los demás- sobre el rendimiento influyen en el aprendizaje.
8. El aprendizaje es siempre motivado.


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¿Qué más sabemos sobre el apendizaje?


La base neuronal del aprendizaje



Cuando hablamos de aprendizaje es insoslayable el concepto de cognición. Al hablar de cognición hacemos referencia a todo aquello que se relaciona con lo que más comúnmente adjudicamos a la “esfera mental”; esto es, todo lo que engloba el pensamiento, la memoria, la atención, el aprendizaje, las actitudes mentales y las emociones. Hablar de cognición, entonces, es hablar de la mente. Y no es posible hablar de la mente separada del cerebro.

Es por esto que se hace ineludible considerar los aportes de una ciencia nueva, la neurociencia cognitiva, que se ha ido desarrollando de la mano de las nuevas tecnologías que permiten estudiar el cerebro humano vivo. Esta ciencia pretende estudiar la base neuronal –y por lo tanto física, biológica- de los fenómenos conscientes, de nuestros pensamientos, emociones, preferencias, conflictos.
Durante los últimos años, de mano de estos estudios, se han derribado viejas verdades científicas y se han construido nuevas certezas; se han explicado las causas desconocidas de fenómenos ya conocidos; y se han complementado –cuando no se les usurpó directamente- explicaciones causales a otros campos disciplinares. Y aún quedan muchas respuestas por encontrar, y muchas nuevas preguntas por hacerse. La neurociencia cognitiva es un campo apasionante y en pleno desarrollo. Y, por qué no reconocerlo, generador de polémicas.

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